En las paredes de Barcelona |
Siempre dije que el mayor filósofo que he conocido fue un pastor de un pueblo manchego al que oí hablar un par de veces; el hombre, ya mayor, hablaba de la vida con más profundidad que muchísimos personajes cultivados en la universidad y aledaños. Hace unas horas, estando con un grupo de compañeros, me encontré con otra de esas personas anónimas que en cinco minutos ofrecen tanta claridad con sus palabras que habría que grabarlas para que nunca se perdieran. Se trata de un señor ya octogenario, nacido en Badajoz y residente en Leganés, que como un verdadero espadachín lingüístico dejaría maltrecho a cualquiera porque la verdad histórica y vivida se impone siempre que hay un mínimo de inteligencia. Además nos brindó un concepto acorde con los momentos que vivimos: la eutanasia subterránea (en su voz etanasia soterránea). El señor nos contó su vida, sus sufrimientos y sus temores, nos dijo que ya había notado cómo no le querían recetar las tiras reactivas para poder controlar sus problemas de diabetes, tenía muy claro que esa medida, como otras muchas, era una manera de matarle. Eso es lo que supone ver a los ciudadanos con respecto a la sanidad más que como pacientes como si fueran clientes asegurados, a los que cualquier atisbo de bienestar se les mide con la tecla € de la calculadora.
Sin embargo, esa acción cruel e indirecta se repite en otros campos y afectan no solo al individuo, se extienden en toda la sociedad. El ejemplo del daño que se está provocando a la educación pública es el que aporta un mayor grado de evidencia, la diferencia es que no se ve con la claridad de quien no recibe un medicamento o directamente tiene que pagarlo (y en bastantes casos no puede hacerlo), porque recortar en ella es aplicar la eutanasia a la propia sociedad, como mínimo ejercer sobre ella un adormecimiento tan potente gracias al cual hacer con ella lo que se desee desde el poder establecido por quien maneja el cotarro económico. Digo económico porque cada vez queda más claro que una gran parte del poder político permanece en actitud sumisa ante quien controla los hilos de los dineros. Esa muerte social lenta, progresiva y programada deja en manos de los poderosos a una masa que acaba firmando su defunción en forma de aceptación de la realidad con el pánico metido en el cuerpo y penando hacia el fin último y definitivo. Es como cuando a un abuelete le presionan algunos familiares para que firme el reparto de sus bienes antes de que desaparezca de la vida mortal. Con el cuerpo ya derrotado, atado de pies y brazos, solo puede hacer lo que le manden y, de forma resignada, acatar lo que de arriba llegue.
Da la sensación de que estamos en un momento en el que se quieren hacer con nosotros, con todos, y que ese momento se esperaba desde hace tiempo, como si se hubieran tenido que esperar porque la historia evitó que antes nos hicieran prisioneros definitivos. Hay quien dice que no pudieron lograrlo con nuestros padres (hablo desde los treinta y tantos años que me soportan) porque su lucha y el escenario por el que les tocó transitar en su pleno apogeo vital fueron adversos al calmante más potente. Ahora somos nosotros los que sentimos junto a nuestra piel la inyección. Me encantaría que tuviéramos tan claro que mientras nos quitan las tiras reactivas de nuestra dignidad no aceptaremos rubricar, bajo cuerda y sin rechistar, el fin de nuestro propio destino.